Bajo el cielo gris y el constante golpeteo de la lluvia, un pequeño perro vagaba por las calles empapadas de una ciudad que apenas conocía. Su pelaje, una mezcla de marrón y blanco, estaba mojado, pegado a su cuerpo tembloroso, pero sus ojos reflejaban una mezcla de miedo y esperanza.
Había salido corriendo aquella mañana, asustado por el trueno que rugió inesperadamente. En su carrera desesperada, se había alejado demasiado, perdiendo de vista su hogar, su familia, y ahora, bajo la cortina de lluvia, todo se veía igual, todo era desconocido.
Cada vez que una persona pasaba, el perro levantaba la cabeza con la esperanza de reconocer a alguien familiar, pero todos seguían su camino, apurados por escapar del frío y de la lluvia. No entendía por qué nadie se detenía, por qué nadie lo veía, perdido y solo en medio de aquel caos húmedo.
Cansado, se acurrucó junto a una pared, tratando de protegerse un poco del agua que caía sin cesar. Sus ojos tristes observaban a su alrededor, buscando un rastro, una señal, cualquier cosa que lo guiara de vuelta a casa.
En la distancia, un rayo de luz se filtró a través de las nubes, iluminando por un momento las gotas de lluvia. El perro, como si entendiera que esa luz era su única esperanza, se levantó con las pocas fuerzas que le quedaban y comenzó a caminar hacia ella.
Cada paso era pesado, cada vez más difícil con el frío que se le colaba hasta los huesos, pero la luz, aunque distante, era lo único que le daba fuerzas para seguir adelante.
Finalmente, después de lo que pareció una eternidad, llegó a una pequeña plaza donde la luz iluminaba un banco de parque. Al acercarse, vio que alguien estaba sentado allí, con un paraguas y una expresión preocupada. Era su dueño, quien lo había estado buscando desde que el perro se había perdido. Al ver a su perro, el dueño corrió hacia él, envolviéndolo en una manta y murmurando palabras de alivio.
El perro, aunque cansado y aún tembloroso, sintió que su búsqueda había terminado. Había encontrado la luz bajo la lluvia, y esa luz era su hogar, era el calor del abrazo de su dueño.
Bajo la lluvia, pero ahora a salvo, el perro cerró los ojos y se dejó llevar por el cansancio, sabiendo que finalmente había vuelto a casa.